Al día siguiente, la contacto de nuevo para preguntarle si se siente mejor desde su pequeño desmayo. Quedamos en vernos al día siguiente, un lunes. Acordamos un lugar para encontrarnos, pero no entiendo bien dónde es, cerca de una estatua. Le explico que no veo dónde está ubicada. Le propongo pasar por su casa a recogerla, lo cual sería más simple ya que sé dónde vive, porque habíamos regresado juntos en Uber hasta su casa y luego yo volví caminando a la mía, así que conozco el camino. Por supuesto, llego con retraso porque tengo algunas dificultades habituales relacionadas con mi estado de salud, pero todo bien: al contrario de otras personas, ella es comprensiva con mi retraso. Al final, hace un tramo del camino y terminamos encontrándonos en la calle. Al verla de nuevo, siento que estoy viendo a otra persona.
Le falta algo: sus gafas. Sin ellas, es claramente otra persona. Su rostro cambia por completo, pasando de una cara bastante cliché de ñoña de primera fila a alguien más “normal”, con un aire menos serio, menos del tipo intelectual insoportable. Su estilo de vestir también es distinto, lleva “sportwear”, relajado y sin presión, lo que me encanta, porque me cansa tener que estar siempre bien arreglado como si fuera algo importante. Promete un ambiente muy chévere. Nos vamos caminando hacia una pastelería. Durante el camino, hay una buena onda entre nosotros, nos reímos mucho, nos molestamos, tenemos una complicidad, aunque nos conocemos poquito. Conectamos como casi nunca me ha pasado con otra persona. Cuando le cuento adónde vamos a comer, se burla de mis gustos de lujo. Me dice que los restaurantes que por fuera no se ven tan acogedores pueden ser muy buenos y económicos, que debería probarlos un día. Le explico que soy bastante complicado con la comida pero que soy también muy curioso entonces si quiere prepararme platos típicos, con mucho gusto. Después, apostamos a ver quién corre más rápido, y dijimos que, si ella ganaba, iríamos a un restaurante bien local. Al final no hicimos la apuesta, porque según yo le dio miedo perder frente a mi velocidad. Prefirió inventarse una excusa para dejarlo para otro día.
Llegamos al famoso restaurante-pastelería que considero un poco mi sede: un lugar al que voy a leer o escribir, pero también donde suelo llevar a mis amigas para que lo descubran. Es el mejor sitio que conozco en la ciudad para disfrutar de un buen postre en un ambiente lindísimo. Nos da un ataque de risa cuando el mesero me llama “Alexis”, lo que la sorprende. Es el nombre que uso en Colombia, ya que es mi segundo nombre y mucho más fácil de pronunciar en español: se pronuncia letra por letra, mientras que en francés usamos las sílabas, y mi primer nombre tiene una excepción de pronunciación que no existe en español. Pero a Mangostino la conocí en un intercambio de idiomas, donde aprendía francés y ya lo hablaba bastante bien, así que me presenté con mi primer nombre, porque era capaz de pronunciarlo más o menos bien. Ah, hablando de “Mangostino”, es porque ese es su fruto favorito. Me lo contó mientras comíamos en ese lugar. Me parece que la define súper bien, aunque el nombre del fruto sea masculino y yo lo use para una mujer, ya que ni siquiera conocía esa fruta antes. Al entrar en la tienda, me dice que cree conocer el lugar, pero que fue hace mucho tiempo. Luego, cuando nos dirigimos a la parte de atrás —donde están las mesas para sentarse—, al igual que yo, queda maravillada. Ese lugar siempre genera una sensación de éxtasis: es encantador, bien organizado y, para mí, ultra romántico. Tiene un estilo muy a la francesa, con una mezcla de géneros que resulta muy agradable. Muebles al estilo Napoleón III, Luis XV y Luis XVI, pero con un aire luminoso y lleno de flores. Un verdadero Shabby Chic a la francesa.
Nos sentamos en una mesa y empezamos a hablar de nuestras familias. Esa conversación nos llevó a un momento muy gracioso que me quedó marcado: cuando hablaba de la cantidad de hijos que tuvo mi abuela, ella me dijo que en Colombia solemos decir “no tenían televisor”, como forma de decir que mis abuelos no tenían nada más que hacer que tener hijos. Después de ese ratito tan chévere, regresamos caminando hasta su casa, siguiéndonos la corriente con bromas y muchas carcajadas. Un cierre de día mágico que marcó el final de nuestra primera salida juntos... apenas dos días después de habernos conocido.